“Jamás duró dos noches un mal sueño”.
Hace unos días leí esta frase (en
la pluma de alguien muy especial para mí), y admito que me sedujo, como si
hubiera arraigado en mis pensamientos formando ya parte de esos recuerdos que
sabes que te acompañarán siempre.
Tal vez porque me hizo
reflexionar sobre la inmediatez de la vida, sobre el paso fugaz del tiempo por
nuestra memoria; o tal vez porque me hizo reconocer la influencia de la
improbabilidad en todo aquello que nos acontece, admitiendo que es el destino el
que nos marca el devenir de nuestros días con absoluta imprecisión, sin que a penas podamos hacer nada para impedirlo.
Deberíamos entonces dejar de lamentarnos
cuando nos creemos inundados de mala suerte, rodeados de una injusticia que nos
doblega, presos de una realidad que detestamos y que nos ancla a un sentimiento
derrotista que únicamente nos lleva a la desolación y la tristeza.
Deberíamos a estas alturas tener
la certeza de que todo, absolutamente todo, acaba pasando (también lo malo). Que basta con que expire
la noche y vuelva a estrenarse el sol en el cielo que nos cubre, para que la
realidad, los pensamientos y lo que sentimos, se torne totalmente diferentes. Es cuestión de mirar la vida con el sosiego y la calma suficientes.
Ojalá con más frecuencia osáramos
a mirarnos desde la distancia, ojalá nos atreviéramos a alejarnos de la torpe realidad que nos empuja, nos
obliga y limita nuestra libertad para así permitirnos reconocer nuestra verdadera esencia. Este
descubrimiento es el que nos hará sentir afortunados, únicos, y es en este instante cuando
nada se nos tornará imposible. Seremos capaces de caminar solos, con paso
firme, identificando con claridad cuál
es el camino a seguir, y dejando atrás cualquier dependencia, cualquier miedo,
temor o inseguridad que nos impida ser quienes deseamos.
Conseguiremos
entonces vivir en absoluta libertad, e indudablemente
estaremos más cerca de alcanzar nuestros sueños.
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