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martes, 14 de enero de 2014

Lo que deseamos.



Casualmente pasé la tarde del último domingo lluvioso intentando entretenerme con una de esas intrascendentes películas de sobremesa. Admito que casi lo consigo. Lo que sí conseguí fue memorizar una de sus frases, “…cada mujer tiene la vida amorosa que desea…”.

Aun lo dudo. Bastaría entonces con tomar decisiones que nos acercaran a lo que deseamos o que, tal vez, nos alejaran de aquello (aquel) que no deseamos. Así dejaríamos de sufrir por amor. Parece hasta sencillo.

Supongo que para llegar a desear con libertad, primero habría que revisar nuestras propias capacidades para poder hacerlo. Valiosas capacidades que solo logramos ver cuando alcanzamos un mínimo estado de equilibrio emocional. Cuando empezamos por uno mismo. Resulta verdaderamente imposible gestionar nuestros sentimientos, y con ello nuestros deseos, si actuamos desde el desconocimiento y el caos emocional.

Por el contrario, qué fácil resulta desear, y con ello amar, cuando la predisposición personal es máxima. Cuando la plenitud de tus facultades emocionales te sitúan en un estado de satisfacción y energía privilegiados. Cuando consigues ver incluso lo que los demás no te muestran. Cuando las ganas desdibujan cualquier duda o temor momentáneos. Cuando la alegría acompaña la satisfacción personal por cada esfuerzo realizado. Es maravilloso, un estado de plenitud que llega a impulsar incluso nuestra capacidad creativa. Que da alas a nuestros sueños, a nuestros más impensables deseos.

Creo que últimamente estoy reflexionando con demasiada frecuencia sobre el amor y los enamoramientos. Quizás esto no sea más que una consecuencia de lo que opino sobre las excelencias del AMOR. Siempre en el más amplio sentido de la palabra, claro.

No sé si debería empezar a preocuparme…



“…cada mujer tiene la vida amorosa que desea…”. (“El día de la boda”, Clare Kilner, 2005)