A veces tengo la sensación de que
la vida no es más que un viaje, sin duda el más maravilloso de los trayectos,
pero al fin y al cabo, con un punto de partida, un incierto recorrido y un ineludible final. Poco tiene que ver con esas
historias que uno imagina describir a medida en sus sueños, ni con la trama
de las novelas cuyo desenlace se adecua a los deseos del escritor, a veces
incluso con edulcorados finales ideados al capricho de sus lectores.
La vida es más bien un trayecto,
un camino que presupongo preestablecido para cada uno de nosotros y que
recorremos con mayor o menor acierto entre éxitos y tropiezos. Un viaje en el
que apenas podemos evitar saltarnos alguna parada indeseada y en el que con
demasiada frecuencia nos vemos empujados a transitar por calles desconocidas, solitarias
y que se nos traducen repletas de inseguridades y temores.
Pero así son los viajes. Porque
viajar es solo presente. Ni pasado, que rápidamente dejamos atrás; ni futuro, que
siempre se torna incierto, imprevisible e inalcanzable a nuestros ojos. Así son,
hermosos, llenos de magia. Los viajes siempre son especiales, nos permite
recorrer lugares maravillosos, vivir experiencias que agitan de inigualable
manera nuestros sentimientos y nos avivan el alma haciéndonos sentir vivos.
Y no hay mejor viaje que el que
conforma nuestra propia vida. Es el que nos regala el privilegio de encontrarnos con
nuevos pasajeros cada día, de poder compartir con ellos nuestra particular experiencia
vital desde la libertar que nos confiere nuestro propio ser. Compañeros de
viaje que, desde la alegría o desde el dolor, acaban por aportarnos parte ellos
mismos, de su esencia. Jamás seríamos lo que somos si obviáramos todo lo que
hemos vivido, sentido y compartido con cada uno de ellos.
Algunos se subirán en la primera
parada y permanecerán todo el trayecto con nosotros. Otros sin embargo, apenas si
permanecerán el tiempo suficiente como para retenerlos para siempre en nuestro
recuerdo.
De cualquier forma, no deberíamos
lamentarnos ni sentir tristeza cuando alguno de estos pasajeros acaba por apearse de forma inesperada de nuestro vagón. Así son los viajes. Así es la vida. Un
trayecto. Solo hay que sentarse lo más
cerca de la ventana y disfrutar de los paisajes, de la compañía, dejarse llevar
por el sonido del viento, por las caricias de los rayos de sol cada mañana, por
el sabor de los besos, por el deseo que se esconde en cada mirada…
Así nos será más fácil aceptar la
incertidumbre implícita en todo viaje y disfrutar al máximo de cada segundo del recorrido. No nos lamentemos por ello, porque sin
esta capacidad de sorprendernos jamás sería la vida tan hermosa.
(Frida Kahlo, El Camión, 1929)