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viernes, 29 de agosto de 2014

Justo lo que esperaba


Ahora que el verano parece no querer despedirse nunca y antes de que el otoño que se aproxima empiece a llamar a las puertas de nuestra nostalgia, admito aprovechar mi incipiente deseo de escribir para reflexionar sobre este último verano.

Quizás lo más sorprendente y más extraordinario de este tiempo vivido haya sido precisamente eso, la falta de inconsecuencias, la total ausencia de comportamientos no esperados, de falsas distracciones e inútiles pérdidas de tiempo por pretender llenar, a toda costa, de injustificada actividad cada minuto; algo a lo que, de forma irrefrenable, tenemos tanta tendencia; aún lamentándonos y siendo conscientes de ello.

Por primera vez mi verano se ha inundado de sosiego, de quietud, de privilegiados momentos donde ralentizar el pulso frenético que marca implacable nuestro día a día. Ha estado plagado de amaneceres nuevos, de miradas llenas de luz, de risas contagiosas, de exclusivos escenarios donde convertir el silencio en protagonista. El tiempo ha permanecido absorto en esos momentos únicos permitiéndome encontrarme conmigo misma, como ensimismado de pensamientos ilustres con los que a menudo dialogar hasta parecer enamorada de sueños alcanzados.

Esta vez tenía que ser diferente. Después de haber defendido en tantas ocasiones el camino de la calma y el sosiego como inestimable oportunidad para aprender a ser más felices,  no hubiera justificado cualquier otra opción para concederme sentirme feliz.

Resulta verdaderamente difícil explicar lo que podemos llegar a sentir cuando obtienes de la vida justo lo que deseas de ella, justo lo que deseas de ti misma. Cuando pareces estar exactamente en el punto donde anhelabas después de haber dejado atrás un camino lleno de esfuerzos y tentadoras renuncias.

Y lo mejor siempre quedará en el privilegio de haber podido compartirlo, desde la pretensión del contagio, con la gente que verdaderamente te quiere.

Era justo lo que deseaba, lo que esperaba de mí.